PABLO NERUDA: FULGOR Y MUERTE DE JOAQUIN MURIETA
Cuando salió de Valparaíso a conquistar el oro y a buscar la muerte, no sabía que su nacionalidad sería repartida y su personalidad desmenuzada. No sabía que su recuerdo sería decapitado como él mismo lo fuera por aquellos que lo injusticiaron... Pero Joaquín Murieta fue chileno.
Así se abre la obra de Neruda, reclamando para Chile y los chilenos la procedencia definitiva de Murieta. Para ello lo hará en un tono solemne: el de la cantata. Lejos de los problemas de la clasificación de la pieza, Neruda es contundente en su negación sobre la posibilidad de la existencia de varios Joaquines. Para él, Murieta es uno y chileno: “Su cabeza cortada reclamó esta cantata y yo la he escrito no sólo como un oratorio insurreccional, sino como una partida de nacimiento (Neruda, 1973, 192)
La historia del Murieta nerudiano es una especie de bildungsroman. Comienza con la partida de Murieta desde el puerto de Valparaíso, la travesía, el fandango, los galgos y la muerte de Teresa, el fulgor de Murieta (su clara conversión ideológica) y su muerte (Neruda 197). La obra se inicia con la propia voz del poeta que determinará el sesgo insurreccional de Murieta en toda la pieza: “Esta es la larga historia de un hombre encendido: / natural, valeroso, su memoria es un hacha de guerra. / Es tiempo de abrir el reposo, el sepulcro del claro bandido... / la historia de mi compatriota, el bandido honorable don Joaquín Murieta” (199). La fragua mítico-telúrica de Murieta se inicia con la introducción del Coro en el Cuadro Primero:
Entonces nacía a la luz del planeta un infante moreno, / y en la sombra serena es el rayo que nace, se llama / Murieta, / y nadie sospecha a la luz de la luna que un rayo naciente/ se duerme en la cuna entre tanto se esconde en los montes la luna: / es un niño chileno color de aceituna y sus ojos ignoran el / llanto. / ... parece que hubiera forjado con frío y con brasas para una / batalla /... la llama de oro
Esta concepción mítico-telúrica de Murieta se complementa con la percepción de que su periplo es uno épico: “Y en la primavera marina, Joaquín, domador de / caballos, tomó por esposa a Teresa, mujer / campesina” (208). Recuérdese que en la Ilíada, Héctor es el domador de caballos. Como Héctor frente a Aquiles es consciente de su propia muerte y no la evadirá: “... si me topo con la muerte, / chileno soy” (210).
Las esperanzas de riqueza de los chilenos inmigrantes se fugan frente a la cruda realidad que tienen que enfrentar en California. En el Cuadro Tercero, San Francisco es introducido como “El Fandango”, nombre de una pieza musical pero también el nombre de un lupanar. La ciudad es descrita en términos de un carnaval propulsado por la espiral arrolladora de la codicia del oro:
Las esperanzas de riqueza de los chilenos inmigrantes se fugan frente a la cruda realidad que tienen que enfrentar en California. En el Cuadro Tercero, San Francisco es introducido como “El Fandango”, nombre de una pieza musical pero también el nombre de un lupanar. La ciudad es descrita en términos de un carnaval propulsado por la espiral arrolladora de la codicia del oro:
... hasta que el oro brilló/ y llegó la policía,/ porque el diablo había llegado/ y el puerto desamparado/ se incendió/ con el fuego del tesoro/ y en el puerto/ del desierto/ comenzó a bailar el oro
Prontamente, los recién llegados comienzan a darse cuenta que tienen que invertir largas horas de labor para obtener “una pepita de oro / como un grano de anís” (219). También la terrible realidad hace cambiar de lengua. Al substrato español se superpone ahora la lengua del poder. El resultado es una especie de “spanglish” que es percibida por el autor como una realidad tragicómica:
– Queremos chicha! – No chicha here! Whisky! Whisky! Whisky! – Boymozo! Un whisky! – Hay que pedirlo con water! – Un whisky con water-closet
Este proceso de aculturación lingüística se agrava con las continuas matanzas ejecutadas a mansalva por los rangers y los galgos (así llamados quienes perseguían a los inmigrantes) a fin de imponer una suerte de limpieza racial: “Mataron a diecisiete!... Eran chilenos!... Chupalla!.. Y a tres mexicanos!... Caracho! / En Sacramento. Los sacaron de la cama y los hicieron hacer las zanjas. Luego los fusilaron!... Y por qué los mataron?/ Es porque no somos güeros, mano! Creen que Dios los premió colorados! Se creen sobrinos de Dios con ese color de huachimango!” (221). La clara intención expansionista del gobierno norteamericano es expresada en las palabras del profeta Sullivan: “Es nuestro absoluto destino extendernos hasta hacernos dueños de todo el continente que la Providencia nos ha entregado para el gran experimento de la libertad” (230). Los galgos, en un claro anacronismo de Neruda, son representados en estas direcciones escénicas como miembros del KKK: “Arde una cruz. Se prosternan en forma ritual. Las capuchas con formas de chacales y galgos... Somos la Gran Jerarquía. Los Galgos Rubios de California! Sólo la raza blanca!” (231). Después de esta advocación, los galgos se dan a la tarea de asesinar y arrasar las propiedades sobre todo de los mineros “latinoamericanos”. Cuando éstos se rebelan, son perseguidos y sacados de sus casas. Así llegan a la casa de Joaquín, quien se encuentra en los lavaderos. Hallando sola a Teresa, su mujer, la violan, la matan y posteriormente queman la casa. Privado de toda justicia, el Coro Femenino del final del Cuadro clama que la única salida es la venganza.
El Cuadro Quinto, “Fulgor...” se abre con el héroe haciéndose justicia por sí mismo: “Con el poncho embravecido / y el corazón destrozado, / galopa nuestro bandido / matando gringos malvados” (238). Murieta entonces es presentado como un vengador no solamente de su raza sino de todos los desclasados como él. Ante el temor de que la acción de Murieta deje de ser la aventura de un solitario vengador y se convierta en una insurrección, porque Murieta “[e]s un subversivo” (245), se decreta su sentencia de muerte y su cabeza tiene un precio. Murieta morirá no enfrentándose a los rangers que lo siguieron por casi tres meses, sino mientras “fue a dejar flores a su esposa muerta”. El grupo de Love que no pasaba de veinte hombres, ahora se tornan en “cien cobardes dispararon, / un valiente cayó con cien balazos” (247). Poco hubiera podido hacer el infatigable vengador cuando fue acechado por un enemigo que lo superaba en número y que no tuvo piedad de emboscarlo en un momento por demás romántico. La sevicia manifiesta del grupo se hace palpable en la decapitación del cadáver de Murieta y su exhibición como pieza de feria o de museo. Para evitar la continua desacralización de sus restos, el pueblo anónimo decide que “[h]ay que robar a los gringos / su desdichada cabeza / Hay que darle sepultura en la tumba de Teresa” (252).
Del análisis anterior se desprende que en Fulgor y muerte... Neruda hace algo más que reivindicar la nacionalidad chilena de Joaquín Murieta. El autor crea un héroe de proporciones míticas y épicas capaz de enfrentar simbólicamente el voraz expansionismo norteamericano de finales del siglo XIX. Como Héctor frente a Aquiles sabe que su muerte es segura, pero la moraleja de que un pequeño roto chileno haya hecho temblar aunque sea por pocos años una ínfima porción del vasto imperio, bien valdría la odisea literaria. Con la introducción de claros anacronismos, como la comparación de los galgos con miembros del KKK; la alusión a los peruanos, chilenos y mexicanos como “latinoamericanos” (término no acuñado y usado de manera prolija sino a finales del siglo XIX); la clara expresión en las últimas canciones de la pieza teatral de: “Los ojos que se murieron, / no murieron, los mataron, / … Todos los ojos del mundo / morirán, / porque el mundo está muriendo / en Vietnam” (259), nos presentan una clara ideologización del personaje de Murieta. Este no es sólo el Joaquín chileno; ahora se convierte en el arquetipo del guerrillero latinoamericano de la década del 60. Como el “Che” Guevara, “no murió, lo mataron”. Como el “Che”, le cortaron las manos como prueba de identidad. Como el revolucionario ideal preconizado por el “Che”, Murieta estaba movido por grandes sentimientos de amor, hacia su lucha y hacia Teresa. La gesta de Murieta rebasa los confines de California y se hace universal.
El Cuadro Quinto, “Fulgor...” se abre con el héroe haciéndose justicia por sí mismo: “Con el poncho embravecido / y el corazón destrozado, / galopa nuestro bandido / matando gringos malvados” (238). Murieta entonces es presentado como un vengador no solamente de su raza sino de todos los desclasados como él. Ante el temor de que la acción de Murieta deje de ser la aventura de un solitario vengador y se convierta en una insurrección, porque Murieta “[e]s un subversivo” (245), se decreta su sentencia de muerte y su cabeza tiene un precio. Murieta morirá no enfrentándose a los rangers que lo siguieron por casi tres meses, sino mientras “fue a dejar flores a su esposa muerta”. El grupo de Love que no pasaba de veinte hombres, ahora se tornan en “cien cobardes dispararon, / un valiente cayó con cien balazos” (247). Poco hubiera podido hacer el infatigable vengador cuando fue acechado por un enemigo que lo superaba en número y que no tuvo piedad de emboscarlo en un momento por demás romántico. La sevicia manifiesta del grupo se hace palpable en la decapitación del cadáver de Murieta y su exhibición como pieza de feria o de museo. Para evitar la continua desacralización de sus restos, el pueblo anónimo decide que “[h]ay que robar a los gringos / su desdichada cabeza / Hay que darle sepultura en la tumba de Teresa” (252).
Del análisis anterior se desprende que en Fulgor y muerte... Neruda hace algo más que reivindicar la nacionalidad chilena de Joaquín Murieta. El autor crea un héroe de proporciones míticas y épicas capaz de enfrentar simbólicamente el voraz expansionismo norteamericano de finales del siglo XIX. Como Héctor frente a Aquiles sabe que su muerte es segura, pero la moraleja de que un pequeño roto chileno haya hecho temblar aunque sea por pocos años una ínfima porción del vasto imperio, bien valdría la odisea literaria. Con la introducción de claros anacronismos, como la comparación de los galgos con miembros del KKK; la alusión a los peruanos, chilenos y mexicanos como “latinoamericanos” (término no acuñado y usado de manera prolija sino a finales del siglo XIX); la clara expresión en las últimas canciones de la pieza teatral de: “Los ojos que se murieron, / no murieron, los mataron, / … Todos los ojos del mundo / morirán, / porque el mundo está muriendo / en Vietnam” (259), nos presentan una clara ideologización del personaje de Murieta. Este no es sólo el Joaquín chileno; ahora se convierte en el arquetipo del guerrillero latinoamericano de la década del 60. Como el “Che” Guevara, “no murió, lo mataron”. Como el “Che”, le cortaron las manos como prueba de identidad. Como el revolucionario ideal preconizado por el “Che”, Murieta estaba movido por grandes sentimientos de amor, hacia su lucha y hacia Teresa. La gesta de Murieta rebasa los confines de California y se hace universal.
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