sábado, 21 de febrero de 2009

LOS PINCHEIRA












La banda de los Pincheira actuó entre 1817 y 1832 y llegó a contar con cientos de hombres en sus filas. No fueron los Robin Hood del campo ni un grupo de vulgares forajidos. Los hermanos Antonio, Santos, Pablo y José Antonio Pincheira se alzaron contra las tropas patriotas en 1817 y durante 15 años mantuvieron una guerrilla en nombre del rey. Asaltaron, saquearon y robaron mujeres a cambio de recompensa. Sus correrías llegaron hasta Buenos Aires y fueron un problema sin solución para el gobierno.

El 10 de julio de 1829 un ejército chileno llegaba a Mendoza. Cinco días después, el gobierno mendocino -en medio de una guerra a muerte entre patriotas y realistas- firmaba un tratado en el que entregaba la seguridad de la provincia al comandante del grupo. Pero estos hombres no representaban a la naciente República de Chile ni portaban banderas de independencia. Al contrario, enarbolaban la defensa de la monarquía española y eran conocidos a ambos lados de la cordillera como Los Pincheira.
La leyenda los ha presentado como asesinos sanguinarios, ladrones sin cuartel y secuestradores de mujeres. "Eran peores que los del Frente", dijo el ex senador Sergio Onofre Jarpa, haciéndose eco del mito. TVN, en la teleserie que emitió sobre ellos, los situó un siglo más tarde y los mostró como una banda de guapos cuatreros, de vistosos trajes, estilo Robin Hood y residentes en una cueva de dos pisos con ducha. Pero la historia de los verdaderos Pincheira es otra.
"No fue una gavilla de bandidos; manejaban aspectos del bandidaje, como los saqueos, pero se trataba de una guerrilla cuyo objetivo era la defensa de la autoridad del rey", dijo la historiadora Ana María Contador, autora de 'Los Pincheira, un caso de bandidaje social'.
Editado por el sello 'Bravo & Allende', la citada obra es la investigación más exhaustiva existente hasta ahora sobre el grupo. Recurriendo a documentos oficiales, archivos judiciales, cartas y testimonios de ex integrantes, Ana María Contador desmitifica su historia y hace un detallado retrato de los Pincheira.
Nace la banda La primera noticia sobre ellos es en 1817, cuando asaltan Chillán comandados por Antonio Pincheira, el mayor. Santos, Pablo, José Antonio y dos mujeres completaban la descendencia de Martín Pincheira, empleado en la hacienda de Manuel Zañartu, en Parral.
Educados con los frailes franciscanos, los hermanos Pincheira fueron parte de la resistencia al nuevo orden que querían imponer O'Higgins y compañía.
"Era una época de gran inestabilidad. Después del triunfo patriota de Chacabuco (1817), el Ejército realista se dispersó al sur y en toda esa zona los civiles se alzaron en armas para defender la causa del rey", indica en su obra Ana María Contador.
La historiadora recuerda que los religiosos del sector eran contrarios a los principios patriotas y se mantenían fieles a la monarquía y la iglesia. Y para los lugareños, atentos seguidores de la palabra católica, era su deber de cristianos defender al monarca. Así fue como los Pincheira se alzaron en armas.
Y no estaban solos. Recibieron ayuda económica de hacendados, como el mismo Manuel Zañartu, quien fue declarado enemigo de la patria. Clemente Lantoño, otro terrateniente de la zona, también apoyó al grupo y en 1827 todo el Cabildo de Chillán fue acusado de colaborar con los "facinerosos".
Ejército guerrillero Si en un principio la banda la integraron principalmente campesinos, pronto se unieron a ella otros miembros. La persecución de sospechosos realistas por parte de los patriotas y los inefables abusos de poder llevaron a muchos a unirse a los rebeldes. Parte de la tropa independentista, "exasperada de la necesidad y falta de sueldo", según informes de la época, fue a dar también a sus filas.
De esa forma, el contingente de Los Pincheira creció y se transformó en una gran fuerza. Los informes hablan de entre 500 y 1000 hombres. En sus huestes también entraron bandidos netos, ex presidiarios y una fauna de fugados de la ley. Pero pese a ello, subraya Ana María Contador, la banda mantuvo una estructura militar, donde el más alto rango lo ocuparon siempre los hermanos Pincheira.
Entre 1817 y 1832 asaltaron numerosas veces Chillán, Parral, Linares... hasta llegar a Talca, Curicó y San Fernando. Durante dos años, y tras una emboscada patriota, se radicaron en Argentina y sus correrías alcanzaron a Mendoza, San Luis, Córdoba, Santa Fe y Buenos Aires, según Barros Arana.
Esa fue la época en que el gobierno de Mendoza firmó el acuerdo con José Antonio Pincheira, quien "desde el dia de la fecha -dice el tratado- es reconocido en la provincia de Mendoza por tal coronel, i jefe de la Fuerza del Sud".
El hasta ahora inédito documento, sostiene la historiadora, revela el carácter militar y político de la banda. Es más, ella asegura que los Pincheira llegaron a establecer una suerte de comunidad social, con familias, un cura que oficiaba misa y una economía basada en el pillaje.
Asaltaban, saqueaban y raptaban mujeres a cambio de recompensas, como fue el caso de Trinidad Salcedo, por cuya libertad exigieron "una carga de vino, dos cargas de harina (sic) y 200 pesos en Plata", según consta en el archivo del Ministerio de Guerra. Y aunque su fama habla de brutales asesinatos y descuartizamiento de niños, Contador dice que no hay documentación que pruebe tamaña crueldad.

Otra versión: una montonera:


Si bien las acciones formales de la Guerra de Independencia habían terminado hacía tiempo, un grupo de personas -bajo el pretexto de continuar defendiendo los derechos del Rey- mantuvo una enconada resistencia al gobierno republicano, entre 1823 y 1832. Este período de rebeldía y resistencia fue conocido como "la guerra a muerte".
Algunas versiones más 'oficialistas' (y por ello también más parciales o interesadas) nos cuentan que esos grupos de resistentes no tenían mayores objetivos políticos, pues se trataba solamente de una montonera (partida de hombres armados) que atacaban diversos pueblos y realizaban todo tipo de actos delictuales, que difícilmente podrían formar parte de una opción política determinada. Según estas versiones, los hermanos Antonio, Santos, Pablo y José Antonio Pincheira podrían inicialmente haber sido considerados como una montonera realista, pero sus acciones los fueron convirtiendo paulatinamente en una banda de delincuentes.
La montonera de los Pincheira estaba integrada por aproximadamente 400 hombres. Realizaban sus correrías en la Cordillera de los Andes y en los valles aledaños a Chillán, llegando incluso hasta San Luis, en Argentina. Tras sus asaltos -caracterizados, según esas versiones, por los asesinatos, el cuatrerismo, el rapto de mujeres y otros actos de extrema crueldad-, partían a su refugio en Palaquén. Se cuenta que entre sus acciones se encontraba el descuartizamiento de niños y el asesinato de ancianos. Pero, como ya se ha comentado antes, estos macabros detalles no han podido ser documentados ni hay ningún testimonio fidedigno que los refrende, con lo cual muy bien pueden pertenecer a la leyenda que sobre ellos fue formándose y engrosando con el paso del tiempo.


Un ejemplo: el asalto a Linares

El amanecer del 26 de abril de 1826, la villa de Linares fue asaltada por los hermanos Pincheira. El gobernador de la villa en esa época, don Dionisio Sotomayor, nacido en Doñihue hacia 1777, defendió la plaza con las escasas fuerzas militares que poseía; rodeado en la Gobernación fue tomado prisionero y degollado junto a los vecinos Jacinto Novoa, Pedro del Campo y su yerno don Santiago Pincheira Tapia, mientras la montonera robaba y saqueaba la ciudad. Al día siguiente este heroico patriota y amigo de O’Higgins era sepultado en el cementerio de la villa, que estaba ubicado en la actual calle Yungay. La calle lateral a la actual Gobernación lleva su apellido, en su homenaje.
En ese asalto, realizado después de que la banda recibió un "refuerzo" de 80 soldados desertores, degollaron a todos los hombres y se llevaron a las mujeres. Dos años antes, en 1824, habían asaltado Neuquén, donde, según se cuenta, encerraron en la capilla a 14 mujeres ancianas y luego incendiaron el templo.
Fin de sus correrías Los gobiernos de la época dispusieron el envío de tropas para lograr su captura, pero no se obtenían los resultados esperados y, como represalia, los Pincheira redoblaban sus acciones. Además de los enfrentamientos armados, el Ejército recurrió a múltiples tácticas para destruirlos, desde infiltrar espías para crear intrigas entre los hermanos hasta introducir botellas de alcohol con el virus de la viruela en sus filas. Pero nada lograba resultados. En una de estas batidas (1827), Antonio Pincheira resultó muerto. Ello implicó un cierto grado de desbandada en el grupo, que luego fue recompuesto por sus hermanos, ahora liderados por José Antonio.
En 1827, el gobierno -a través del coronel Jorge Beauchef- trató de llegar a un acuerdo pacífico con los bandidos, pero sus propuestas fueron rechazadas.
Hacia 1832 Antonio había muerto en una batalla y Santos en un accidente en la cordillera, y los Pincheira se mantenían como el último bastión realista de Sudamérica. Solamente bajo el mandato de José Joaquín Prieto se logró poner fin a sus correrías. En ese mismo año 1832, un fuerte contingente militar al mando de Manuel Bulnes, salió desde Chillán en su búsqueda y los sorprendió en las cercanías de su refugio. Los militares propusieron conversar de paz y José Antonio accedió.
Fatal error: Manuel Bulnes aprovechó la confianza establecida y en una emboscada arrasó con ellos. Pablo fue fusilado y José Antonio escapó, pero al final se entregó. La batalla fue sangrienta y en ella murieron alrededor de 200 montoneros, lográndose rescatar a un numeroso grupo de mujeres y niños cautivos.
Contratado como empleado en la hacienda del presidente José Joaquín Prieto, el último de los Pincheira murió anciano, rodeado de hijos y de leyenda.
La narrativa sobre bandidos en Chile
Libros exhaustivos sobre Los Pincheira no hay muchos, pero sí existe una novela publicada a fines de los años 30 del siglo pasado que fue un éxito de público y ventas. Su autora es Magdalena Petit (1900-1968). Tras publicar 'La Quintrala' en 1932, también con gran éxito de lectores, escribió una novela sobre Diego Portales (1937). Sin embargo, el episodio o capítulo en esa novela que más llamó la atención de los lectores chilenos fue el dedicado a los hermanos Pincheira.
La banda se transformó entonces en tema de su siguiente obra, 'Los Pincheira', publicada en 1939 por Zig-Zag, sello que la reditó recientemente, y fue esa obra en la que se inspiró al equipo de realizadores y guionistas de TVN. Tal como se vio en la teleserie, la novela relata una historia de amor: el romance entre una joven secuestrada y uno de los hombres de confianza de Antonio Pincheira.
Pero la narrativa sobre bandidos no se agota aquí; Carlos Droguett con 'Eloy', Guillermo Blanco con 'Cuero de Diablo', Manuel Rojas con 'El Bonete Maulino' y Rafael Maluenda con su obra 'Los Dos', son sólo algunos de los autores que aportaron material al género. Y Enrique Lihn entregó una excelente antología en 'Relatos de Bandidos Chilenos', reeditada por Editorial Sudamericana.
Betssy Salazar - 2006 -

EL CORVO CHILENO




















El corvo chileno es un cuchillo con la lámina de acero arqueada hacia adentro (introrso), que difiere notablemente de los cuchillos combados de Oceanía y otras partes, donde se usan con láminas en forma análoga; pero en estas últimas regiones la punta está dirigida hacia arriba (estrorso).

El corvo es de un solo filo, y su hoja, encorvada, formando una media luna.

En Chile se han clasificado casi diez tipos característicos de corvos, entre los cuales se destacan los corvos de lujo, los corvos populares y los corvos historiados.

Un corvo de lujo bien rematado, bien hecho, puede ser uno cuya hoja curva mida treinta centímetros de longitud en total; de esto corresponden doce centímetros al mango y el resto a la lámina, la que termina en punta. Los corvos populares son los corrientes, los más democráticos; y siguen los corvos historiados, que son los que tienen en la lámina unas pequeñas incrustaciones en forma cilíndrica, de cobre, bronce y metal blanco. Dícese que estas taraceas son la contabilización de las muertes que se han perpetrado con dicha arma. Existen corvos que ostentan hasta veinte incrustaciones. Seguramente, con los años, se ha convertido la aplicación en un estilo: ya no testimonian, no dan fe de asesinatos. Hay otros cuyas láminas están marcadas con alguna letra, como con una cruz, contra la cual no hay quite ni baraja que valgan.

La empuñadura, el mango, o cacha, es de contornos poligonales y está formado por una serie de piezas de cobre, plomo, bronce, asta de buey, madera y plata, colocadas como anillos en el cabo. Todas estas piezas están sostenidas por un eje de acero, continuación de la lámina hacia el mango, la que termina remachada en la parte final.

Por el empleo del material de las empuñaduras se puede identificar el lugar de procedencia del corvo; así, en los mangos de los corvos del Sur se encontrará la rodaja de suela, madera, asta, y no de metal.

El roto usa el corvo entre la faja y el cuerpo, en la cintura. La faja es una banda tejida, cuyo ancho puede ser de veinte centímetros, y se distingue por sus colores abigarrados y por su longitud, que alcanza hasta seis metros, sumándoles los amplios flecos de los extremos. Con ella, el roto trabajador, el roto carretero, el roto de aguante, se comprime el abdomen para desarrollar un mayor esfuerzo. Rotos hay que cargan el corvo entre cuero y carne, es decir, junto a la piel, o simplemente enfundado en una pata de cabra, pata que ha sido despojada del hueso y que conserva pelaje; en el centro tiene un corte obturado con ligaduras de cuero o tripa, y este corte sirve para conferirle la curvación necesaria.


Para manejar el corvo hay que estar familiarizado con él. Es común oír decir que el roto es cuchillero. Sí, pero cuchillero fino, como ajustado a un código de honor. Entre peleadores y en plena lucha, aunque tengan blanco no pegan, hasta no fijar la puñalada certera, la que parta el alma y haga irse al contendor en un solo y largo quejido.

Los espectadores en raras ocasiones tratan de apartar a los adversarios, a no ser cuando estiman que ya han perdido el dominio de sí mismos y el cuchillo es blandido a tontas y a locas.

Hay que destacar que cuando la pelea es seria, el desafío se ejecuta atándose los pies, y entonces la lucha es formidable. Por lo general, buscan un solitario y apartado paraje, animándose u ofendiéndose cuando empiezan a cruzarse los filos. En esta ocasión se sirven de la faja, muchas veces de seda, con la que ambos se amarran el pie izquierdo. La mano derecha está como enguantada ya sea con una manta partida en dos, con una chalina o simplemente envuelta en un saco, a fin de que la muñeca no afloje el corvo; el brazo izquierdo siempre en alto, también está envuelto y sirve de escudo para barajar, parar los golpes, los cortes.

Pactado de este modo, el combate es a muerte: uno quedará panza al sol, guata arriba, con las tripas afuera, enredado en un corvo.

El vencedor, terminada la contienda, corta de un tajo la amarra, la faja.

El roto es decidido y valiente con su corvo. El roto ama su corvo y recuerda que ganó batallas a puro corvo (durante la campaña de 1879, el soldado lució en su uniforme el corvo, el que llevaba al lado izquierdo, en una elegante vaina).

Estos embelecos los empuñan los rotos pampinos para ventilar asuntos de ellos: defender una hembra, aclarar sus enredos, sobre todo cuando los dos sienten afecto por una misma mujer; a veces, una botella de pisco o una cuestión de minas suelen originar los encuentros. Hay puntas de corvos que han realizado proezas frente al abdomen descubierto de un contendor. Filigranas y arabescos se han escrito con sangre sobre la tostada y dura piel de los rotos, cuando estos son sufridos y no saben de dolores ni fatigas y caen sin pedir auxilio: el que es minero no chilla, aunque esté bandeado.

El corvo es un instrumento de defensa: por algo tiene una conformación arqueada como una garra; de ahí que cuando agarra desgarra.

En las manos de un malhechor se mancha, porque lo vuelve arma contundente. La parte terminal del mango la utiliza para dar golpes llamados cachazos. Por esta razón, la autoridad policial ha realizado campañas en todo Chile para suprimir el uso del corvo; pero su control es sumamente difícil, ya que éstos se pueden hacer de una lima, de un trozo de sierra, con las puntas de las hoces, en la casa, o al escape en las fundiciones.

Tomado de El Lenguaje de los cuchillos (Pág. 37-44) http://www.oresteplath.cl/antologia/baraja3.html


EL CORVO

Siguiendo al estudioso italiano Enrique Volpe: "...analizando el sentido de la forma del corvo, que es el arma más significativa del Chile viejo, creo que su significado nace de primitivas formas de bestias de presa de la fauna autóctona, por la hoja curva y corta.

La curvatura, demasiado cerrada, quiere imitar la garra maestra del puma, que era el mamífero más agresivo que merodeaba las cercanías de los campamentos mineros de las altas montañas de Cabildo, Petorca, Combarbalá y otros lugares solitarios donde abundaban las faenas mineras. De hoja más larga y menos curva era el corvo usado por los mineros del desierto de Atacama. Quizás una imitación desproporcionada del pico del cóndor o de la dura hoja del algarrobo. Corvos que causaron verdadero estrago y pavor en la tropas enemigas en la contienda del año 1879, y arma aún vigente..."



Forma de Portarlo

El corvo se lleva en la cintura, sobre el costado anterior izquierdo y con el filo hacia abajo-atrás, sostenido por el cinturón o faja, pudiendo usar o no funda. Las fundas también se hallan de materiales diversos, siendo difícil el diseño y construcción por la forma de la hoja y su modo de uso y desenfunde, además debe ser de un material inerte, ya que el cuero contribuye a la oxidación del metal. En definitiva, el corvo no es un arma para tener guardada, sino para ser llevada activamente.

Típicamente el corvo es de fabricación artesanal, pudiendo ser forjado por un maestro o por su propio usuario. El corvo es fabricado con materiales de oportunidad, lo que se puede apreciar, sobre todo en los mangos. Esto permite determinar la procedencia de un arma y la de su constructor o dueño.


Golpes

El corvo se toma como un martillo, con la punta mirando directamente al enemigo y manteniendo la mano a la altura de la cadera. La mano desarmada se mantiene cercana al cuerpo para contrapesar.

La forma del corvo permite usarlo de diferentes formas:

Tajo: se da con la cara interior de la hoja. Dentro de la distancia de ataque el corvo corta limpiamente, pasando de un lado a otro del cuerpo. Este golpe se aplica en la panza, cara, cuello e interior del codo.

Revés: se usa la cara exterior de la hoja, va hacia cualquier blanco y se aplica cuando el cuchillo vuelve de un tajo para aprovechar el movimiento, atacando siempre, aún al retroceder. Preferentemente se ataca al rostro.

Zarpazo: la Garra del Puma se clava de forma perpendicular y de arriba abajo al objetivo aprovechando el peso del arma y del brazo, desgarrando al continuar su trayectoria y atrapando al enemigo al tomar contacto con hueso. De esta forma se golpea a la cabeza, hombros y esternón.

Picotazo: El Pico del Cóndor se clava de forma perpendicular al cuerpo y al extender el brazo por completo, hacia dentro se hunde formando una herida curva hacia abajo, lo que permite perforar la cavidad toráxica o el cuello. La herida de entrada se ve pequeña, pero el daño producido es enorme.

Cachazo: Se usa en la corta distancia, pegando con el pomo en línea horizontal.

La pelea con corvo es brutal, la actitud mental es lo primero, ya que el corvo no tiene aptitud para la defensa, por su peso es lento para bloquear y su forma no permite cubrir un ataque y se reduce en cerca de una pulgada su alcance máximo. El corvo, una vez que se lanza el primer golpe, no puede detenerse. Por esto, el primer golpe debe ir a un objetivo vital e incapacitante y no perderse en atacar las extremidades del enemigo.

Quien esgrime un corvo debe esquivar de forma instintiva y sólo al tener a la vista un blanco seguro, atacar. El ataque se realiza a fondo buscando las partes más sensibles y dando golpe tras golpe, rematando al enemigo múltiples veces. La violencia evita además la intervención externa, ya que un tercero que intentara intervenir podría resultar malherido.

viernes, 20 de febrero de 2009

PABLO NERUDA: FULGOR Y MUERTE DE JOAQUIN MURIETA

PABLO NERUDA: FULGOR Y MUERTE DE JOAQUIN MURIETA
















Cuando salió de Valparaíso a conquistar el oro y a buscar la muerte, no sabía que su nacionalidad sería repartida y su personalidad desmenuzada. No sabía que su recuerdo sería decapitado como él mismo lo fuera por aquellos que lo injusticiaron... Pero Joaquín Murieta fue chileno.



Así se abre la obra de Neruda, reclamando para Chile y los chilenos la procedencia definitiva de Murieta. Para ello lo hará en un tono solemne: el de la cantata. Lejos de los problemas de la clasificación de la pieza, Neruda es contundente en su negación sobre la posibilidad de la existencia de varios Joaquines. Para él, Murieta es uno y chileno: “Su cabeza cortada reclamó esta cantata y yo la he escrito no sólo como un oratorio insurreccional, sino como una partida de nacimiento (Neruda, 1973, 192)















La historia del Murieta nerudiano es una especie de bildungsroman. Comienza con la partida de Murieta desde el puerto de Valparaíso, la travesía, el fandango, los galgos y la muerte de Teresa, el fulgor de Murieta (su clara conversión ideológica) y su muerte (Neruda 197). La obra se inicia con la propia voz del poeta que determinará el sesgo insurreccional de Murieta en toda la pieza: “Esta es la larga historia de un hombre encendido: / natural, valeroso, su memoria es un hacha de guerra. / Es tiempo de abrir el reposo, el sepulcro del claro bandido... / la historia de mi compatriota, el bandido honorable don Joaquín Murieta” (199). La fragua mítico-telúrica de Murieta se inicia con la introducción del Coro en el Cuadro Primero:


Entonces nacía a la luz del planeta un infante moreno, / y en la sombra serena es el rayo que nace, se llama / Murieta, / y nadie sospecha a la luz de la luna que un rayo naciente/ se duerme en la cuna entre tanto se esconde en los montes la luna: / es un niño chileno color de aceituna y sus ojos ignoran el / llanto. / ... parece que hubiera forjado con frío y con brasas para una / batalla /... la llama de oro

Esta concepción mítico-telúrica de Murieta se complementa con la percepción de que su periplo es uno épico: “Y en la primavera marina, Joaquín, domador de / caballos, tomó por esposa a Teresa, mujer / campesina” (208). Recuérdese que en la Ilíada, Héctor es el domador de caballos. Como Héctor frente a Aquiles es consciente de su propia muerte y no la evadirá: “... si me topo con la muerte, / chileno soy” (210).
Las esperanzas de riqueza de los chilenos inmigrantes se fugan frente a la cruda realidad que tienen que enfrentar en California. En el Cuadro Tercero, San Francisco es introducido como “El Fandango”, nombre de una pieza musical pero también el nombre de un lupanar. La ciudad es descrita en términos de un carnaval propulsado por la espiral arrolladora de la codicia del oro:


... hasta que el oro brilló/ y llegó la policía,/ porque el diablo había llegado/ y el puerto desamparado/ se incendió/ con el fuego del tesoro/ y en el puerto/ del desierto/ comenzó a bailar el oro


Prontamente, los recién llegados comienzan a darse cuenta que tienen que invertir largas horas de labor para obtener “una pepita de oro / como un grano de anís” (219). También la terrible realidad hace cambiar de lengua. Al substrato español se superpone ahora la lengua del poder. El resultado es una especie de “spanglish” que es percibida por el autor como una realidad tragicómica:


– Queremos chicha! – No chicha here! Whisky! Whisky! Whisky! – Boymozo! Un whisky! – Hay que pedirlo con water! – Un whisky con water-closet
















Este proceso de aculturación lingüística se agrava con las continuas matanzas ejecutadas a mansalva por los rangers y los galgos (así llamados quienes perseguían a los inmigrantes) a fin de imponer una suerte de limpieza racial: “Mataron a diecisiete!... Eran chilenos!... Chupalla!.. Y a tres mexicanos!... Caracho! / En Sacramento. Los sacaron de la cama y los hicieron hacer las zanjas. Luego los fusilaron!... Y por qué los mataron?/ Es porque no somos güeros, mano! Creen que Dios los premió colorados! Se creen sobrinos de Dios con ese color de huachimango!” (221). La clara intención expansionista del gobierno norteamericano es expresada en las palabras del profeta Sullivan: “Es nuestro absoluto destino extendernos hasta hacernos dueños de todo el continente que la Providencia nos ha entregado para el gran experimento de la libertad” (230). Los galgos, en un claro anacronismo de Neruda, son representados en estas direcciones escénicas como miembros del KKK: “Arde una cruz. Se prosternan en forma ritual. Las capuchas con formas de chacales y galgos... Somos la Gran Jerarquía. Los Galgos Rubios de California! Sólo la raza blanca!” (231). Después de esta advocación, los galgos se dan a la tarea de asesinar y arrasar las propiedades sobre todo de los mineros “latinoamericanos”. Cuando éstos se rebelan, son perseguidos y sacados de sus casas. Así llegan a la casa de Joaquín, quien se encuentra en los lavaderos. Hallando sola a Teresa, su mujer, la violan, la matan y posteriormente queman la casa. Privado de toda justicia, el Coro Femenino del final del Cuadro clama que la única salida es la venganza.
El Cuadro Quinto, “Fulgor...” se abre con el héroe haciéndose justicia por sí mismo: “Con el poncho embravecido / y el corazón destrozado, / galopa nuestro bandido / matando gringos malvados” (238). Murieta entonces es presentado como un vengador no solamente de su raza sino de todos los desclasados como él. Ante el temor de que la acción de Murieta deje de ser la aventura de un solitario vengador y se convierta en una insurrección, porque Murieta “[e]s un subversivo” (245), se decreta su sentencia de muerte y su cabeza tiene un precio. Murieta morirá no enfrentándose a los rangers que lo siguieron por casi tres meses, sino mientras “fue a dejar flores a su esposa muerta”. El grupo de Love que no pasaba de veinte hombres, ahora se tornan en “cien cobardes dispararon, / un valiente cayó con cien balazos” (247). Poco hubiera podido hacer el infatigable vengador cuando fue acechado por un enemigo que lo superaba en número y que no tuvo piedad de emboscarlo en un momento por demás romántico. La sevicia manifiesta del grupo se hace palpable en la decapitación del cadáver de Murieta y su exhibición como pieza de feria o de museo. Para evitar la continua desacralización de sus restos, el pueblo anónimo decide que “[h]ay que robar a los gringos / su desdichada cabeza / Hay que darle sepultura en la tumba de Teresa” (252).
Del análisis anterior se desprende que en Fulgor y muerte... Neruda hace algo más que reivindicar la nacionalidad chilena de Joaquín Murieta. El autor crea un héroe de proporciones míticas y épicas capaz de enfrentar simbólicamente el voraz expansionismo norteamericano de finales del siglo XIX. Como Héctor frente a Aquiles sabe que su muerte es segura, pero la moraleja de que un pequeño roto chileno haya hecho temblar aunque sea por pocos años una ínfima porción del vasto imperio, bien valdría la odisea literaria. Con la introducción de claros anacronismos, como la comparación de los galgos con miembros del KKK; la alusión a los peruanos, chilenos y mexicanos como “latinoamericanos” (término no acuñado y usado de manera prolija sino a finales del siglo XIX); la clara expresión en las últimas canciones de la pieza teatral de: “Los ojos que se murieron, / no murieron, los mataron, / … Todos los ojos del mundo / morirán, / porque el mundo está muriendo / en Vietnam” (259), nos presentan una clara ideologización del personaje de Murieta. Este no es sólo el Joaquín chileno; ahora se convierte en el arquetipo del guerrillero latinoamericano de la década del 60. Como el “Che” Guevara, “no murió, lo mataron”. Como el “Che”, le cortaron las manos como prueba de identidad. Como el revolucionario ideal preconizado por el “Che”, Murieta estaba movido por grandes sentimientos de amor, hacia su lucha y hacia Teresa. La gesta de Murieta rebasa los confines de California y se hace universal.